La tierra había sido redimida, el Redentor había resucitado de entre los muertos.
Cristo, enviado del Padre, había vuelto al Padre, y el pequeño grupo de los que en Él habían creído aguardaba la realización de aquella palabra suya:
«Cuando Yo me vaya, os enviaré al Paráclito.» Eran ciento veinte personas: la Virgen, los Apóstoles, los discípulos y las santas mujeres.
Los Apóstoles estaban todos; Pedro había realizado su primer acto de gobierno; habían arrojado las suertes en un pañuelo, y Matías vino a sentarse en el lugar que la deserción de Judas dejó vacante.
Ya eran nuevamente doce, doce como los antiguos patriarcas, como las tribus del pueblo escogido, como las puertas de la Jerusalén celeste; número místico, el que convenía para realizar la obra que presentían inmensa y permanente.
Todo era presentimiento en la pequeña colina del Sión, en la sala espaciosa del Cenáculo, que guardaba todavía en su recinto las últimas palabras de Jesús.
Algo grande se avecinaba, algo que la sagrada cohorte aguardaba, al mismo tiempo, temerosa y jubilante.
Los ojos se cruzaban interrogadores, y los ánimos estaban suspensos de una vaga ansiedad, de una expectación misteriosa y maravillosa. Todos recordaban las palabras del Maestro
«Os enviaré al Consolador...
Seréis revestidos de la fuerza de lo alto.»
Pero ¿qué querían decir estas palabras? ¿Qué aventura iba a ser la suya, para que Dios mismo viniese a traerles las armas con que en el principio habían sido vencidos los ángeles rebeldes?
Durante mucho tiempo ellos habían pensado en una gloria terrestre, para ellos su Mesías era un rey fastuoso e invencible, y en torno de Él el resplandor de las estrofas magníficas, del oro de Ofir; de los metales de Tarsis, de las perlas de Arabia, de los paramentos enjoyados, de tronos de camellos, de picas floridas como tirsos, de mitras y turbantes de tisú como plumas de aves sagradas.
Unos días antes hablaban todavía del restablecimiento del reino de Israel.
Las últimas palabras del Resucitado habían abierto nuevos horizontes delante de sus ojos: los últimos confines de la tierra, los tribunales de los reyes y los príncipes, las ágoras y los foros de las grandes ciudades, y el imperio de adoctrinar y bautizar a todas las gentes.
¿Por ventura estaban llamados a la conquista del mundo?
Veamos el Evangelio de Pentecostes, en el que Jesús afirma:
«Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13).
Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia y cómo debe vivir para ser lo que debe ser, para ser el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa no estar encerrados en el propio «yo», sino orientarse hacia el todo; significa acoger en nosotros mismos a toda la Iglesia o, mejor dicho, dejar interiormente que ella nos acoja.
Entonces, cuando yo hablo, pienso y actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo, así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede seguir resonando en el corazón y en la mente de los hombres, impulsándolos a encontrarse y a aceptarse mutuamente.
El Espíritu, precisamente por el hecho de que actúa así, nos introduce en toda la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en ella, a comprenderla:
Nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en nuestro yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en el «nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior.
Así resulta más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés.
Donde los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse los unos contra los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu, que los sostiene y los une.
Con estas Palabras su Santidad Benedicto XVI,da una visión de lo que estamos llamados a hacer como Cuerpo Mistico de Cristo, y ahora para los que tenemos la oportunidad de estar en contacto con la Revelaciones de la Divina Voluntad y creemos en ellas, con las anteriores palabras del Papa vemos reflejada la Misión a la que hemos sido llamados.
Nos dice arriba: nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en nuestro yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en el «nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior.
"El Espíritu que en los días primeros flotaba sobre las aguas, el que puso en el silencio del caos los temblores de la luz, el que encendió en el Cielo las hogueras de los astros, se acerca ahora con violencia de huracán, viene a la tierra triunfador y avasallador desde las profundidades de los Cielos".
Es una fuerza Divina, que viene a crear entre los hombres la raza nueva de los hijos con la voluntad irresistible de la lucha, con la infalible seguridad del triunfo.
De repente, un estruendo de tempestad, una conmoción, un soplo como de viento huracanado y abrasado, el fragor terrible de la voz de Dios «que estremece el desierto y quebranta los cedros del Líbano».
Y mientras el Cenáculo se tambalea, la invasión del Amor envuelve a todos sus habitantes.
El Espíritu Santo inunda su alma, ilumina su inteligencia y vuela sobre sus cabezas en figura de llamas rojas y oscilantes que parecen lenguas de fuego.
Es la señal de la purificación que se derramaba sobre el mundo, la prenda de una elocuencia más poderosa que la de los sabios del mundo antiguo, la revelación de un entusiasmo vehemente y avasallador y el flamear de una luz que estalla gozosa ante el nacimiento y las bodas de la Iglesia de Dios, fecundada con tan soberana plenitud, que ningún poder de la tierra será capaz de detenerla ni sofocarla.
Tiembla de jubilo el alma de los Apóstoles y ahora la nuestra, una exaltación mística brilla en los ojos, y de los labios brotan, como un himno Un Canto Nuevo convulso de emoción, palabras misteriosas que no aprendieron nunca, palabras hechas de luz y enseñadas por un maestro invisible, gritos de alabanza y de amor; exclamaciones vibrantes y palpitantes en que se funden todas las lenguas de la tierra.
Es el anuncio de una unidad superior; el signo de la inmensa familia que Dios que recogerá de todos los cuadrantes del horizonte, la afirmación de la jurisdicción inviolable que desde su primer día tenía la Iglesia para anunciar la verdad a todas las razas y a todos los pueblos.