La Caridad no es otra cosa que el desahogo del Ser Divino.

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La caridad no es otra cosa que el desahogo del Ser Divino. Todo lo creado habla del amor de Dios hacia el hombre, y le enseña el modo como debe amar a Dios.

(1) Esta mañana el amado Jesús no se hacía ver según lo acostumbrado, todo amabilidad y dulzura, sino severo, mi mente me la sentía en un mar de confusión y mi alma tan afligida y aniquilada, especialmente por los castigos vistos en los días pasados; viéndolo en aquel aspecto no me atrevía a decirle nada, nos mirábamos pero en silencio. ¡Oh Dios, qué pena! Cuando de pronto he visto también al confesor y Jesús mandando un rayo de luz intelectual ha dicho estas palabras:

(2) “Caridad, la caridad no es otra cosa que un desahogo del Ser Divino, y este desahogo lo he difundido sobre todo lo creado, de modo que todo lo creado habla del amor que le tengo al hombre, y todo lo creado le enseña el modo como debe amarme; comenzando desde el ser más grande hasta la más pequeña florecita del campo dice al hombre: “Con mi suave perfume y con estarme siempre dirigida hacia el cielo, intento enviar un homenaje a mi Creador; también tú, haz que todas tus acciones sean olorosas, santas, puras, no hagas que el mal olor de tus acciones ofenda a mi Creador”.

¡Ah, hombre! repite la florecita, “no seas tan insensato de tener los ojos fijos a la tierra, sino elévalos al Cielo, mira, allá arriba está tu destino, tu patria, allá arriba está el Creador mío y tuyo que te espera”. El agua que continuamente corre bajo nuestros ojos nos dice también:

“Mira, de las tinieblas he salido y tanto debo correr y correr hasta que llegue a sepultarme en el lugar de donde salí, también tú, ¡oh hombre! corre, pero corre al seno de Dios de donde saliste; ¡ah! te pido, no corras los caminos torcidos, los caminos que conducen al precipicio, de otra manera, ¡ay de ti!”

También las bestias más salvajes nos repiten: “Mira, ¡oh! hombre cómo debes ser selvático para todo lo que no es Dios; mira, cuando nosotros vemos que alguien se acerca a nosotros, con nuestros rugidos ponemos tanto espanto, que ninguno se atreve a acercarse más a perturbar nuestra soledad, también tú, cuando el hedor de las cosas terrenas, o sea tus pasiones violentas, estén por enfangarte y hacerte caer en el precipicio de las culpas, con los rugidos de tu oración y con retirarte de las ocasiones en las cuales te encuentras, estarás a salvo de cualquier peligro”.

Así todos los demás seres, que decirlos todos sería demasiado largo, con voz unánime resuenan entre ellos y nos repiten:

“Mira, ¡oh! hombre, por amor tuyo nos ha creado nuestro Creador y todos estamos a tu servicio, tú no seas tan ingrato, ama, te rogamos,  te repetimos, ama a nuestro Creador!”.

(3) Después de esto, mi amable Jesús me dijo: “Esto es todo lo que quiero: “Amar a Dios y al prójimo por amor mío”. Ve cuánto he amado al hombre, y él es tan ingrato; ¿cómo quieres tú que no lo castigue?”.

(4) En el mismo instante me parecía ver una granizada terrible y un terremoto que debe hacer notable daño, hasta destruir las plantas y los hombres. Entonces, con toda la amargura de mi alma le he dicho: “Mi siempre amable Jesús, ¿por qué estás tan indignado? Si el hombre es ingrato, no es tanto por malicia sino por debilidad. ¡Oh! Si te conocieran un poco, cómo serían humildes y amorosos, por eso, cálmate, al menos te encomiendo Corato y a aquellos que me pertenecen”.

(5) En el momento de decir esto, me parecía que también en Corato debía suceder algo, pero en comparación con lo que sucederá en los demás lugares será nada.     (Vol. 2 del 13 de Marzo de 1899)

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Jesús se refugia en el corazón y llora la suerte de las criaturas.

El alma hace de todo para consolarlo y llora junto con Jesús.

 

(1) Esta mañana mi dulcísimo Jesús, transportándome junto con Él, me hacía ver la multiplicidad de los pecados que se cometen, y eran tales y tantos, que es imposible describirlos; veía también en el aire una estrella de desmesurado tamaño, y en su circunferencia contenía fuego negro y sangre; infundía tal temor y espanto al mirarla, que parecía que fuera menor mal la muerte que vivir en tiempos tan tristes. En otros lugares se veían los volcanes, que abriendo otros tantos cráteres debían inundar aun los pueblos vecinos; se veían también gentes sectarias que irán favoreciendo los incendios, etc.  Mientras esto veía, mi amable pero afligido Jesús me dijo:

(2) “¿Has visto cuánto me ofenden y lo que tengo preparado? Yo me retiro del hombre”.

(3) Y mientras esto decía nos retiramos los dos en la cama, y veía que en este retirarse de Jesús, los hombres se ponían a hacer acciones más feas, más homicidios, en una palabra, me parecía ver gente contra gente. Cuando nos retiramos, parecía que Jesús se metía en mi corazón y comenzó a llorar y a sollozar diciendo:

(4) “¡Oh hombre, cuánto te he amado! ¡Si tú supieras cuánto me duele tener que castigarte! Pero a esto me obliga mi justicia. ¡Oh hombre, oh hombre, cuánto lloro y me duele tu suerte!”

(5) Después daba desahogo al llanto y de nuevo repetía las palabras. ¿Quién puede decir la pena, el temor, el desgarro que se hacía en mi alma, especialmente al ver a Jesús tan afligido y llorando? Hacía cuanto más podía para esconder mi dolor, y para consolarlo le decía:

“¡Oh Señor, no sea jamás que castigues a los hombres! Esposo Santo, no llores, tal como habéis hecho otras veces así harás ahora, derramarás en mí, me harás sufrir a mí, y así vuestra justicia no os obligará a castigar a las gentes”. Y Jesús continuaba llorando y yo repetía:

“Pero escúchame un poco, ¿no me habéis puesto en esta cama para que sea víctima por los demás? ¿Acaso no he estado dispuesta a sufrir las otras veces para evitar los castigos a las criaturas? ¿Por qué ahora no queréis hacerme caso?”

Pero con todo y mis pobres palabras Jesús no se calmaba de llorar, entonces no pudiendo resistir más, también yo rompí en llanto diciéndole: “Señor, si vuestra intención es de castigar a los hombres, no me da el ánimo ver sufrir tanto a las criaturas, por eso, si verdaderamente queréis mandar los flagelos y mis pecados no me hacen merecer más el sufrir yo en vez de los demás, quiero irme al Cielo, no quiero estar más sobre esta tierra”.

(6) Después ha venido el confesor y habiéndome llamado a la obediencia, Jesús se ha retirado y así ha terminado.

(7) La siguiente mañana continuaba viendo a Jesús retirado en mi corazón, y veía que las personas venían hasta dentro de mi corazón y lo pisoteaban, lo ponían bajo los pies.  Yo hacía cuanto más podía por liberarlo y Jesús dirigiéndose a mí me ha dicho:

(8) “¿Ves hasta dónde llega la ingratitud de los hombres? Ellos mismos me obligan a castigarlos, sin que pueda hacer de otra manera. Y tú, querida mía, después de que me has visto sufrir tanto, te sean más amadas las cruces y sientas como deleites las penas”.

( Vol. 2 del 14 de Marzo de 1899)

 

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